Llevo bastante años intentado hacer un homenaje escrito a quien para mí es el verdadero impulsor y precusor de la cocina actual: Victor Merino.

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El 13 de octubre del año 1982 moría el riojano Víctor Merino en accidente de tráfico. Se trasladaba a Madrid desde Santander, donde iniciaba la expansión en la capital de un negocio que había comenzado en el mesón El Riojano, legado de su abuelo. Tenía la costumbre de supervisar los fines de semana el restaurante Cabo Mayor que unos meses antes abría junto a su yerno, Pedro Larumbe -jefe de cocina-, situado en la calle Juan Ramón Jiménez.

La historia había comenzado apenas una década antes. Merino navegó sobre la incipiente pujanza económica de España y montó en el año 1970 un restaurante que se convertiría rápidamente en una referencia en Cantabria: El Molino, situado en Puente Arce, a la orilla del río Pas. En él reprodujo la nouvelle cuisine francesa, matizándola con el producto local. Poco después -1974- abrió La Sardina de Plata en Santander, en un crecimiento que no sólo incluía restaurantes, sino también servicios de catering a empresas.

Fue un empresario extremadamente hábil, entendió perfectamente que para lograr repercusión y éxito necesitaba a la crítica y por ello cuidó especialmente la metagastronómia. Así, por ejemplo, en el año 1981 coordinó en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo los cursos Historia y cocina y Cultura culinada, cultura literaria: los escritores gallegos y la cocina, donde participaron escritores y gourmets del calibre de Xavier Domingo, Jean Françoise Revel o Néstor Luján. No faltaron grandes reuniones, ágapes alrededor del salmón del río Pas o celebraciones sobre el vino recordando a Cunqueiro o Camba, la actividad de Merino alrededor de la gastronomía, ligándola a la literatura o pintura, era constante. Gracias a su empuje, Cantabria lideró con El País Vasco una renovación profunda y compleja. De esa manera queda reflejado en alguno de los libros del periodista coruñés Jorge Víctor Sueiro donde las recetas de Merino –aunque no fuera cocinero-, se alternaban con las de Arzak que ya entonces se empezaba a consolidar como el gran referente español de los años 80.

En Madrid su único legado fue el Cabo Mayor y, que yo sepa, Pedro Larumbe el único cocinero y posteriormente empresario de su escuela que ha cosechado éxito en la capital. Allí se servía esa cocina afrancesada y actual con materia prima de su tierra adoptiva: pastel de verduras frescas, solomillo con queso Tresviso o merluza Marea negra con tallarines de chipirón. Aunque los negocios primigenios de Merino ya no están La sardina de Plata es hoy un japones y sus hijos vendieron El Molino, en Cantabria su huella es enorme. Ahí están los cocineros Florent Bueyes, Nacho Basurto, José Antonio González, Fernando Sáinz de la Maza o el que para mí es uno de los mejores cocineros españoles, Jesús Sánchez del Cenador de Amós, para dar fe de ello.

La semana pasada tuve la oportunidad de cenar en El Serbal, en mi opinión el mejor restaurante de Santander. La experiencia, esos “120 minutos llenos de emociones” que esperan disfrutes –así encabezan la carta- fue como siempre espléndida. Permanentemente pivotando alrededor de un gueridón, nos sirvieron unos deliciosos bocartes, de perfecta cocción, acompañados de ajo finamente picado y crema de tubérculos o un jargo con tagliatelle de calamar sencillamente espectacular. El carro de panes y de quesos, la bodega a la vista –con una carta interesante- o el mimo en el servicio son la marca de una casa que no ha desperdiciado la historia ya vivida: cocina sólida, de producto y moderadamente creativa, envuelta en un servicio primoroso y acompañada de una buena gestión empresarial. Todo ello conduce al éxito.

Ahora que España busca los porqués del fracaso de un modelo de negocio muy centrado en la exigencia creativa, no viene mal del todo echarle un vistazo a la trayectoria, las decisiones y la herencia de Víctor Merino, que aunó éxito y calidad culinaria, cuestión nada sencilla al parecer.

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Treinta años de El Molino

Fecha: 31/12/2000

El grupo Merino concentra la mayor oferta gastronómica de la región al tomar el control de Aqua y hacerse cargo de la restauración del Casino y del Aeropuerto

En un breve espacio, el grupo Cabo Mayor, propiedad de la familia Merino, se ha hecho con el control de la sala de fiestas Aqua, la explotación del área de gastronomía del Gran Casino y la concesión de la hostelería en la remodelada terminal del aeropuerto de Santander. De esta forma ha multiplicado sus intereses en Cantabria, la región donde surgió y donde cuenta con tres restaurantes emblemáticos. Son las nuevas apuestas de una de las primeras empresas de restauración del país, con una facturación anual cercana a los 2.500 millones de pesetas, y que ahora va a celebrar un hito para el grupo y para la hostelería española, los 30 años del restaurante El Molino de Puente Arce, creado por Víctor Merino.

En 1970 Víctor Merino abría un restaurante en un viejo molino primorosamente rehabilitado a orillas de Río Pas. Merino no tenía unos criterios gastronómicos excesivamente rupturistas. Se trataba, simplemente, de sacar provecho a una nueva circunstancia sociológica. Los españoles ya disponían de un utilitario y estaban deseosos de lanzarse a las carreteras con cualquier excusa, incluida la de comer. Hasta ese momento, los restaurantes eran eminentemente urbanos, con muy escasas excepciones, entre ellos Casa Setién y curiosamente, Setién y El Molino, a muy poca distancia uno de otro, se convertían en la referencia gastronómica de la región.

El establecimiento de Merino tuvo un despegue inmediato en el que colaboró decididamente la situación del país. España estaba cambiando a una enorme velocidad y ese cambio incluía un talante muy abierto hacia las novedades. Sólo dentro de esas circunstancias concretas puede entenderse la aceptación de un modelo de cocina casi rupturista como el que pasó a encabezar El Molino a poco de la inauguración como consecuencia de sus frecuentes contactos con una nueva generación de cocineros vascos, por entonces jóvenes y poco conocidos, como Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Tato Fombellida o Luis Irízar, y con gastrónomos que marcaron una época como Xabier Domingo o Néstor Luján.

En aquellas reuniones, y en los viajes que Merino hacía a cualquier lugar del país o de Francia, sin importarle los kilómetros, con el exclusivo fin de conocer un plato, se perfilaban los conceptos de lo que pronto se conocería como la Nueva Cocina y se respiraba un afán muy claro de renovación.

El objetivo de aquella pequeña conspiración gastronómica era adaptar los gustos del país a los nuevos aires que triunfaban en la cocina francesa. Había que innovar, incorporar platos novedosos, equilibrar las grasas, los gustos y los aromas y pensar en la estética del plato. Unos conceptos casi revolucionarios frente a una gastronomía tradicional basada en raciones rebosantes –con posibilidad de repetir incluida– guisos ahítos de grasas y descuido de los sabores primarios.

Una muestra de ese espíritu innovador quedaba reflejada en la cena exclusivamente con salmón pescado en el río Pas que Merino dio a cocineros y gastrónomos para demostrar la calidad del producto y las muchas posibilidades culinarias que podían extraersele con imaginación.

El espíritu de la Transición

Probablemente, todo hubiese quedado en un intento voluntarioso de no haber mediado el apoyo de los principales medios de comunicación nacionales. El Molino se convertía en un clásico a poco de nacer, con las mejores referencias gastronómicas y con el respaldo de las guías internacionales. Algo que resultaba doblemente llamativo tratándose de un restaurante que no sólo estaba alejado de los principales centros de consumo del país sino que ni siquiera estaba situado en Santander ciudad.

Antonio Merino, actual presidente del grupo, vincula el éxito de su padre, fallecido en 1987, a un momento muy concreto de la vida española –la Transición política–. En su opinión, sin estas circunstancias, el restaurante hubiese podido aspirar a convertirse en el motor de ignición de un cambio gastronómico en el ámbito regional, pero difícilmente hubiese tenido papel alguno en el nacional.

“A la gente le chocó, es cierto, pero era una época de avidez por conocer y experimentar y hubo quien se negó en redondo a aceptar este tipo de cocina –yo era muy pequeño pero aún recuerdo casos– porque todos estábamos acostumbrados a comidas más contundentes, a la cantidad… Pero fueron más los que lo aceptaron bien, y la prueba es que con el paso del tiempo se han ido asentando muchos de aquellos conceptos en grasas, cocciones, intensidades…”

El rape, la dorada, el jargo, el sampedro o el machote, que nunca habían aparecido sobre los manteles de algodón, no sólo encontraban un hueco en la alta restauración, sino que se convertían en refinadas estrellas de la nueva cocina. El orujo lebaniego, que tradicionalmente ayudaba a afrontar los trabajos más duros o caldeaba los inviernos de las clases populares, se transformaba en un espirituoso sutil y digestivo para el colofón de las mejores comidas.

El Museo Redondo

Antes de crear El Molino, Víctor Merino ya era un hombre conocido en el mundo de la gastronomía y del arte. Su abuelo, un riojano emigrado a Santander, abrió en 1944 El Riojano, en el mismo emplazamiento en que hoy permanece y que, a pesar de tratarse de una bodega tradicional, siempre estuvo vinculada a la bohemia y la cultura, en parte por su proximidad al desaparecido Teatro Pereda.

A partir de 1956 y gracias a la amistad de su padre con el galerista Manuel Arce, nacía espontáneamente en el establecimiento uno de los museos más curiosos del mundo. Pintores conocidos, que en muchas ocasiones llegaban de la mano de Arce o que pasaban por la UIMP, dejaban su marca en El Riojano pintando sobre la tapa de una de las barricas un cuadro tras una cena-fiesta. El Museo Redondo ha llegado a reunir, de esta forma, decenas de obras de los principales pintores de la trasición a la Modernidad y en 1964 ya fue portada de publicaciones de arte norteamericanas. Entre los muchos artistas que dejaron plasmado su oficio se encuentran Quirós, Guayasamín, Viola, Alvaro Delgado, Clavé, Modesto Cuixart o Rafael Canogar.

El pescado

El éxito de El Molino indujo a Víctor Merino padre a abrir otro establecimiento más cercano al mar, La Sardina de Plata (1974) especializado en pescados y con decoración marinera: ojos de buey, tonos azules y blancos, bronces… Antonio Merino achaca una parte del prestigio alcanzado por su grupo al pescado y, sobre todo, al pescado del Cantábrico. Asegura que la personalidad que tienen las materias primas de la región no es posible encontrarla en otros lugares y tiene experiencia dentro y fuera de España, porque ha tenido negocios hosteleros incluso en Japón.

La Sardina se convirtió en la antesala de Cabo Mayor, el restaurante abierto en Madrid en 1981, donde quiso trasladar una simbiosis entre El Molino y La Sardina, tanto en la carta como en la decoración.

Alrededor del establecimiento madrileño, que ha tenido varios premios, entre ellos el Nacional de Alimentos de España, vendrían después El Balneario, un restaurante-pub de ambiente distendido pensado para tomar un aperitivo antes de la comida o la cena, y La Alacena de Víctor, con dos zonas diferenciadas, la tienda de delicatessen, donde es posible adquirir platos preparados para llevar, y El Rincón, una barra donde comer a un precio asequible.

La apertura en Madrid aumentó la proyección del grupo cuya consideración quedó patente al otorgarse el Premio Nacional de Hostelería a Víctor Merino o al ser elegido por el Gobierno en 1984 para representar al país en Europalia, la gran demostración de la cultura europea, donde España exhibía, por primera vez, una imagen de modernidad con la que empezaba a romper los viejos tópicos.

Hostelería para colectividades

A mediados de los 80, el grupo Merino, que hasta entonces estaba especializado en la alta hostelería, entra en un mercado distinto, el de las colectividades, con un contrato para atender el comedor de la UIMP, una experiencia de tres años que le preparó para un gran salto en 1990, la concesión del servicio de hostelería en el nuevo Recinto Ferial de Madrid Juan Carlos I. Un reto muy importante, si se tiene en cuenta que en ferias como Fitur llega a servir 15.000 comidas al día.

El negocio en unas dimensiones semejantes es tan dependiente de las tecnologías como del arte culinario. Antonio Merino asegura que esta experiencia ha sido muy importante “porque hay que aplicar nuevos criterios para no languidecer”.

En 1998 el grupo volvió sus ojos a Cantabria con dos hitos, la adquisición de la discoteca Aqua, transformada en la Sala Forum Víctor Merino, orientada a banquetes y grandes congresos, y la adjudicación del servicio de hostelería del Gran Casino de El Sardinero, un establecimiento que empieza a remontar el vuelo tras la privatización de la gestión y que dispone de un restaurante para 90 personas, dos salas de banquetes con capacidad para 300 comensales cada una y dos terrazas.

Más recientemente se ha adjudicado, también, el área de restauración del aeropuerto de Parayas, cuya terminal acaba de ser remodelada y, fuera de Cantabria, la del conocido Club de Golf La Dehesa, en Madrid, que dispone de una cafetería, dos restaurantes y un salón de banquetes.

Cantabria podrá acoger grandes congresos

Merino está convencido de que Cantabria tiene una evolución cíclica y confía en que sus nuevos establecimientos vivan un renacer de la mano de una estrategia de promoción turística de la región realizada conjuntamente entre el sector público y el privado: “La sala Forum Víctor Merino es el complemento que Cantabria necesitaba para presentarse con una oferta completa en la captación de congresos, ya que hasta ahora no resultaba posible atender aquellos que superan los 1.500 participantes”, explica. En su opinión, “es muy importante completar esta oferta, si tenemos en cuenta que los palacios de Congresos de San Sebastián y Bilbao están pensados para 800 personas. Pero tenemos que orientarnos no sólo al mercado español de congresos, sino también al europeo. Los congresos son básicos para desestacionalizar el turismo en Cantabria y hay que ofrecer elementos diferenciales para competir. En esta región los tenemos, y además, podemos dar más calidad a menos precio que nadie”.

Merino sostiene que la relación calidad/precio también es el elemento decisivo en el mercado actual de la gastronomía. Frente a los criterios tradicionales de fidelidad a un establecimiento o, simplemente, de calidad, la clientela juzga hoy con mucho criterio la combinación de ambos factores y le gusta conocer lugares nuevos. “Es bueno que la gente conozca muchas cosas y pueda comparar”, dice. Por eso, se resigna a la aparición de una competencia cada día más numerosa y cualificada “porque la gente de este sector es emprendedora. Se puede montar un restaurante y si se pone ilusión, se sale adelante. Luego, el secreto está en mantenerse…”.

Víctor Merino, de 60 años, uno de los personajes claves en la renovación de la cocina y de la restauración pública en España, murió ayer en accidente de carretera cerca de Aranda de Duero cuando viajaba de Santander a Madrid. Era un trayecto frecuente para él, ya que los restaurantes que le dieron fama estaban en ambas ciudades. Junto a Merino falleció Santiago González García, empleado de su empresa.Con Merino desaparece una de las personalidades más destacadas de un gremio, el de los mesoneros y cocineros, que hasta hace unos años estaba sumido en el anonimato, y que ha adquirido relevancia pública con el fenómeno de la nueva cocina y el empuje de un grupo de profesionales como Juan Mari Arzak, Jesús María Oyarbide, Josep Mercader, Pedro Subijana y el propio Merino.

Nacido en el pueblo riojano de Autol, Merino vivió desde la primera infancia en Santander. Allí, sus padres regentaron el popular Mesón del Riojano, donde el joven Víctor conoció, en los años cincuenta, a los artistas que frecuentaban los cursos de Camón Aznar en la universidad Menéndez Pelayo e inició su colección de arte moderno con las famosas tapas de cubas decoradas por los mejores pintores españoles. Inició en El Molino (Puente Arce) su carrera en solitario, abriendo a continuación La Sardina, en El Sardinero santanderino, y Cabo Mayor, en Madrid, antes de recuperar, hace un año, el Mesón del Riojano.

Considerado como un renovador de las tradiciones de la cocina cántabra -desde las alubias hasta los pescados de roca-, en el sentido de un mayor refinamiento dentro de una gran sencillez, Merino no era cocinero, pero sí poseía una sensibilidad y una intuición culinaria innatas. Creó amplia escuela y se rodeó de sucesores en las personas de su hijo Antonio, actual director de El Molino, y de su yerno Pedro Larumbe, chef de Cabo Mayor y premio Nacional de Gastronomía.

Con motivo del centenario del Palacio de la Magdalena, el Gran Casino del Sardinero, regentado por la empresa ‘Víctor Merino e hijos’, del Grupo Cabo Mayor, ofrecerá dos cenas de gala en el edificio regio los días 12 de octubre -el próximo viernes festividad del Pilar-, y el sábado 3 de noviembre.
Las cenas se servirán en el salón principal de bailes del palacio real, y a continuación se desarrollarán el baile y la barra libre en el hall real. Ambas cenas estarán amenizadas por el quinteto de boleros ‘Son de Indianos’. La primera tendrá un precio de 60 euros y la segunda de 50 euros, en ambos casos con el iva incluido.
Para estos eventos, desde las cocinas del Gran Casino del Sardinero han preparado sendos menús muy especiales, donde el gran protagonismo se los llevan las materias primas regionales, que siempre han sido emblema en los establecimientos del Grupo Cabo Mayor: desde las anchoas de Santoña a las ostras de San Vicente, el pescado del Cantábrico, el limón de Novales, los vinos blancos de la zona del litoral o los postres dulces (sacristanes de Liérganes o quesada de los valles pasiegos) estarán presentes en las diferentes recetas de los menús.
Un pionero
Con estos eventos se rendirá un emotivo y merecido homenaje a una de las personas más emblemáticas de la gastronomía de Cantabria, Víctor Merino, fundador del Grupo Cabo Mayor y uno de los pioneros en la puesta en valor de la cocina de la región a nivel nacional e internacional. Su fallecimiento hace 25 años, el 13 de octubre de 1987, en un accidente de tráfico, no ha borrado sin embargo pese al paso del tiempo la brillante estela dejada por este empresario emblemático y con una visión privilegiada para los negocios y para rodearse de los mejores equipos.
De sus cocinas y salas salieron grandísimos profesionales-Víctor, sin duda, creó escuela- que hoy ejercen en la región y fuera de ella con esplendor. La Bodega del Riojano, El Molino de Puente Arce, Cabo Mayor en Madrid o La Sardina de Plata fueron el escenario de sus principales aportaciones a la gastronomía regional y nacional. Precisamente, con el restaurante El Molino consiguió en 1975 la primer estrella en la guía Michelin para Cantabria.

 

 

 

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